martes 27 2020

LA ERA

 


Sigue el miedo: llega el otoño,

¡sin tregua¡ con vigor y furia,

arrastran los meses funestos.


Huye la rutina sombría de los

días, entierra grandes sueños,

agoniza el deseo y silencia

la voz.


La tierra nos sigue retando

con rigor y tenacidad,

alejando anhelos y alegrías,

nos quitan las palabras y la cara

se cubre de sombras, somos

nada en la nada, donde persiste

un fondo sucio, denso y oscuro.


Hay que ser una roca para

habitar lejos del deseo y la

esperanza.

Retornan los fantasmas ocultos

de la adolescencia: la conciencia

de la inutilidad de las palabras,

sin las que estamos huérfanos todos.

Ahora moribundos.


La fuerzas paralizadas, sin vida,

ahora nadie dice lo innombrable

de las desigualdades y el odio.


El mal nos enmudece y amortaja,

ahoga el ánimo y las decisiones.

Señales de alarma nos acribillan

cada día las entrañas.


Huye la mente y se lleva el

cuerpo a lo alto de la montaña,

a esperar que regrese la armonía,

alguna de éstas mañanas.


Refugiados en el pasado, en los

retazos de la imaginada memoria,

recordamos fantásticas noches,

de ensueño y luz escarlata.


El gozo de lo vivido nos arropa

de las penas que nos quiebran,

ligados al abismo de la sumisión.


Una grieta sigue abierta en el centro

del mundo, creando en nuestra alma

un vacío de ternura, y vertiendo en

su lugar ¡odio e indiferencia!


Charo Fiunte. Octubre 2020  .









martes 13 2020

DIVIDIDA


Llegó el desencanto bajo la penumbra 

de una calmada tarde,

antes de rabiar la tormenta:

nubes moradas vistieron el cielo,

como bruma de salvia

¡ese olor de petunias, traído por el viento!


Del viejo edificio llegaba una dulce

melodía de mandolina,

melancólica y suave,

evocando viejas sonidos olvidados

mientras el amor se mecía en

aromas de brisa esmeralda.


Las huérfanas calles lloraban 

sin luz en la negra noche,

los ventanales eran halos de penas

que guiaban finas lágrimas.

La duda del amor reflejada

en los cristales de la desdicha.


Ese amor que desterré

una tarde con luz agónica,

rompiendo el nudo anillado

de la inocencia, enmascarando

el miedo con palabras.


Fue el saber de esa tempestad,

quien arrastró la vieja hojarasca,

desvaneciendo noches y besos, 

colmados de amor y dolor

borrando los sueños y tornando

las pasiones en tristes cicatrices.


Hay que ser piedra para vivir en el miedo,

me fracturó el corazón,

¿Cómo aceptar la certeza del vacío

entre el deseo y el dolor?,

enigma que engulle las entrañas 

y hiela la sangre.




Charo Fiunte. Octubre 2020






Desde la infancia

Días angostos en una habitación

de mullidas compañías.

Largos y gélidos inviernos y

veranos agónicos de sopor y fuego.

Sin armonía, mi mente se dispersa

entre la algarabía de lejanas voces infantiles.

Un sonido difuso y penetrante.

La realidad tramposa siempre se impone,

insistente, orquesta una trama siniestra

que despierta el pánico.

Sin saber, las lágrimas caen por mis mejillas

y el deseo se esconde entre bambalinas

ante su desplome inminente.

Destellos imperceptibles alivian la sed

del amor nunca nombrado.

Cuando las noches son más largas que los días,

y los días son eternos,

la angustia se acomoda en su escondite

y el odio ocupa el espacio de la vida.

Me refugio como caracol inmóvil

en las ramas de los árboles amables.

Distante y sola.

 


Piedad, octubre 2020



domingo 04 2020

La Pobreza


La mirada fija, al frente, en la nada; las manos sucias de la herrumbre. Sin fuego donde calentarse, ni patria donde refugiarse, habitan en los callejones de las ciudades, en los suburbios, envueltos en polvo y desechos. Algunos malviven debajo de los puentes en las orillas del arroyo, abandonados en campamentos huyendo de sus países en guerra.

El frío se adhiere al cuerpo de los niños, la humedad y la desidia se instalan en su corazón protegido bajo la ajada piel y la ropa sucia, acunando sus penas.  Sus ojos cansados y el cuerpo exhausto. Heridos de olvido tras los muros urbanos, ignorando su infancia y su vida en su débil existencia. En el abismo de un constante guiño a la muerte.

Ignorando el dolor presente en cada respiración, en cada acto, y soportando la pesadumbre en sus tripas, provocada por el vacío del hambre. Esos niños arrancados del mundo de la inocencia sin piedad e ignorados por nuestra conciencia.

No podemos ver esa imagen porque nos señala la angustia, creemos que su bienestar es responsabilidad de los estados, o de las organizaciones internacionales, pero tanto uno como los otros, no pueden darles la dignidad que merecen. Arrojados a los márgenes de este mundo, donde les hemos abandonado sin ninguna compasión y sin ningún asomo de culpa. Sabiendo que somos todos, lo hemos sido, o lo podríamos ser en algún momento de nuestras vidas.

Su única familia y protección es la miseria en la que se aíslan y se apoyan. Se adaptan a un mundo desgarrador e inhumano sin una queja. Su destino es estar en el límite del mundo, sin un relato de pasado ni de futuro. Están en la más sombría indigencia de la noche, el frío y el dolor atrapados en sus entrañas, víctimas de las guerras y las desigualdades.

Señalados sólo como noticias en los informativos, que recibimos con desapego, sin implicación emocional. Hemos perdido la sensibilidad y la cordura. Este es el mundo que hemos creado, con sus actos egoístas y ambiciosos, con el odio al diferente y desprecio al perdedor.  Mujeres, niños y hombres, que han nacido en el supuesto lado malo y que por distintas causas han sido expulsados, con fiereza, del mundo.

La imagen del viento arrollador, de la soledad, las sombras y brumas en la intemperie, y los niños soñando con un hogar. Como no espantarse frente al horror: ese que hemos echado fuera de nuestro imaginario más cercano.

Durante este año de pandemia se ha hecho más visible, porque nos hemos distanciado de lo social para protegernos individualmente en nuestra burbuja egoísta del “sálvese quien pueda”, intentando que el ajeno o el semejante, no se nos acerque demasiado.

Pero el dolor de los otros, el que se repite una y otra vez, provoca indiferencia; y la indefensión es cada vez más palpable. Nosotros tenemos zapatos, casa y abrigo, pero ninguna voluntad de entendimiento. Con sus rostros desdibujados, nos lanzan un aullido desesperado, que nos reclama amparo con voz ahogada, cada vez más débil. Este año es sólo un grito que se oye en la lejanía, un gemido solitario, casi en sordina.

Charo Fiunte. Octubre 2020